
El transporte público es desde luego una de las pocas cosas que unen gente de todo tipo, desde ancianos jubilados con sus andares torpes hasta adolescentes efervescentes que se comunican a gritos. Debido a mi condición de universitaria y al hecho de que no me he sacado el carnet de conducir, me veo obligada a hacer uso de, sobre todo, el tren, al menos una vez por semana. Por ser un lugar de encuentro común, suceden ahí las más curiosas anécdotas, y uno topa con gente que realmente llama la atención. Sin ir más lejos, la semana pasada, regresando a mi ciudad, me senté en el vagón frente a una pareja de alrededor de 50 años un tanto estrambótica. La mujer vestía un conjunto del mismo matiz carmín que sus labios, visiblemente aumentados por la cirugía. El hombre llevaba gafas de sol y tenía todo el aspecto de un rico sureño de piel morena y tardes gastadas en excursiones en barco en vacaciones. Aquel viaje frente esos dos personajillos fue absolutamente horrible. Resultaba imposible ignorar su conversación, ya que no la desarrollaban en un tono de voz normal, sino que casi vociferando, como si se encontrasen a kilómetros de distancia. La mujer hablaba arrastrando las palabras acerca de como había intentado suicidarse cuando aún era joven, y le mostraba a su interlocutor la cicatriz de su muñeca. Éste no parecía demasiado interesado, se limitaba a mirar a través de la ventana y preguntar de vez en cuando con acento italiano en qué estación se encontraban. La mujer comenzó entonces a tararear una cancioncilla. Esto pareció interesar al hombre, que la miró y se unió a la melodía, cantándola cada vez más alto. Yo no podía más que mirarlos incrédula. A mi alrededor, la gente se daba la vuelta para observarlos, algunos se limitaban a reírse entre dientes, ostros suspiraban exasperados. Cuando me bajé, pocos minutos después del comienzo de su inaguantable canción, la gente les había empezado a mandar callar. Vaya espectáculo...
No hay comentarios:
Publicar un comentario